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Sobre la “debilidad” de Obama

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A los periodistas les gusta la idea de que todos sus artículos son relevantes. Tienen la convicción que cada oscilación de las encuestas se debe a cosas que dicen y cuentan, y que todo lo que ven es histórico y relevante. También tienen la santa manía de confundir narrativas intentando explicar historias de hechos aislados como determinantes de algo a largo plazo.

¿A qué viene todo esto? Básicamente, la absurda idea que la popularidad del Presidente de los Estados Unidos tiene demasiada relevancia cuando hablamos de su poder institucional o su capacidad para aprobar legislación estos días. Las malas noticias que han afectado a la Casa Blanca estas últimas semanas, se dice, han hecho mella en la popularidad y el poder de Obama, y su presidencia corre peligro de acabar en fracaso o algo peor. Esta clase de comentarios estaría medio bien si estamos retransmitiendo Miss Universo, pero en política las cosas no funcionan de este modo.

Empezaremos con los índices de aprobación. No sé si os acordaréis, pero hace apenas dos meses Obama era el hombre que había roto el bloqueo republicano con el techo de la deuda, y el mundo entero estaba a sus pies. La popularidad del Presidente entonces era un 45%. Hoy los periodistas andan todo histéricos sobre la profunda caída y desconfianza que genera Obama entre los americanos. Su popularidad hoy es un 41%, dentro del margen de error. Esto puede ser una tendencia, o puede ser ruido estadístico, pero que un 4% de americanos hayan cambiado de opinión no es un cambio relevante, especialmente teniendo en cuenta lo volátil de este indicador.

La popularidad, a su vez, tiene poco que ver con el poder de Obama. Para empezar, el Presidente de los Estados Unidos realmente no es tipo demasiado poderoso. En contra de la idea general (aprendida, supongo, en “El Ala Oeste”) el centro del sistema político americano es el Congreso, no el ejecutivo. El Presidente puede proponer leyes, y los legisladores de vez en cuando le hacen caso, pero las dos personas más importantes del país, los que realmente controlan la agenda, son el Speaker of the House (el líder de la Cámara de Representantes) y el líder de la mayoría en el Senado. Tanto uno como otro controlan de forma independiente y sin restricciones qué se va a votar en cada una de las cámaras y cuándo, y el Presidente no puede hacer nada para cambiarlo.

Cuando el Presidente y los líderes del Congreso son del mismo partido (como sucedió bajo Obama del 2009 a principios del 2011),  la cosa no cambia demasiado. El Presidente puede proponer cosas, ciertamente, y sus compañeros pueden hacerle caso. El trabajo del Speaker y el jefe de la mayoría en el Senado, sin embargo, es redactar legislación capaz de conseguir una mayoría suficiente para ser aprobada, y eso implica buscar al votante mediano de la cámara (habitualmente alguien bastante moderado) y mover la aguja hasta ahí. Hay veces que esto es factible, y una ley que gusta al Presidente puede convencer a suficientes compañeros de partido en ambas cámaras, como sucedió con la sanidad. Hay veces que el votante mediano no está por la labor, y la legislación acaba en nada, como ocurrió con cambio climático.

Si el Presidente tiene la desgracia de tener a alguien del partido opuesto controlando una de las cámaras, esencialmente no hay nada que hacer. En tiempos pasados, cuando en el Congreso había un montón de demócratas criptoracistas sureños conservadores, el Presidente a veces podía convencer a gente del otro partido para sacar leyes adelante. Ahora que los demócratas del sur y los republicanos del norte se han extinguido, lo único que queda es un bloque de oposición intransigente. El Congreso quizás apruebe una moción a favor de cuidar gatitos de vez en cuando, o apruebe presupuestos para evitar que el país se quede sin gobierno, pero el Presidente no tiene casi ninguna opción de aprobar legislación. En la política americana moderna, con gobierno dividido, el jefe del ejecutivo es prácticamente para cualquier cosa que no sea vetar alguna tontería salida del Congreso de vez en cuando, llevar el día a día de la acción de gobierno, y política exterior.

Cosa que me lleva al otro gran ataque de histerismo periodístico de estos días, la implementación de la reforma de la sanidad. La Affordable Care Act (ACA) ha empezado mal merced de una página de internet capaz de crear nostalgia de la web de Renfe. La cuestión es dirimir si los fallos de implementación de la ley son errores debidos a problemas de infancia, o si la reforma es estructuralmente insostenible y no va a funcionar a largo plazo. Si estamos ante lo primero, todo este ruido e histerismo es irrelevante; de aquí un año nadie se acordará de los problemas de healthcare.gov, y la ley será evaluada según sus méritos. Si es lo segundo, Obama y los demócratas sí tienen un problema.

La respuesta, en este caso, es bastante sencilla: la ley es perfectamente viable. La ACA es un calco del modelo de sanidad de Massachusetts, y ahí ha funcionado como es debido. Massachusetts era, a su vez, una adaptación del modelo de sanidad suizo y holandés, que también funcionan bien. En los estados donde la página de acceso funciona bien (California, Kentucky, Nueva York, Connecticut…) se están cumpliendo los objetivos marcados, y la ley está replicando.  El lanzamiento de la ACA a nivel federal fue cualquier cosa menos glorioso, pero la web está casi a punto, la cobertura sanitaria está empezando a mejorar, e incluso los costes del sistema de salud americano están empezando a moderarse. La reforma de la sanidad es una ley relativamente compleja, pero no es nada incomprensible o fuera de lo común. De aquí unos meses el debate dejará de ser sobre la maldad completa de la ley, y pasará a ser sobre su coste, nivel de cobertura y demás temas más prosaicos.

Donde el Presidente sí tiene un margen de acción tremendo y las cosas sí son más complicadas en política exterior, y más concretamente sobre Irán. Del acuerdo hablaré otro día (es un primer paso – la negociación relevante empieza ahora. Las encuestas y el Congreso, por cierto, están en territorio neutral), pero es aquí donde el Congreso tiene un papel relativamente menor.  Obama, salvo una victoria inesperada de los demócratas el año que viene, ha hecho casi todo lo que ha podido en política doméstica. Lo único que queda por ver es si hay algún arreglo técnico en el sistema fiscal más o menos decente (todo el mundo quiere hacerlo, pero los republicanos no quieren subir impuestos) y ver si hay suerte con Irán. El legado de Obama, en cierto sentido, está casi cerrado: fue el presidente que aprobó la ACA, evitó una segunda gran depresión, reformó el sistema financiero, tuvo años de crecimiento económico anémico pero infinitamente mejor que el desastre europeo, sacó el país de Irak y Afganistán y mató a Bin Laden. Cerrar un acuerdo con Irán, o fracasar en ello, el último elemento por definir.

Para otro día dejo el por qué las campañas electorales son básicamente irrelevantes y por qué todo esto de la comunicación política tiene bastante de entretenimiento vacío sin demasiado interés. De momento me conformaría con que los periodistas dejaran de hablar sobre política americana como si estuvieran cubriendo a Ronaldo o Messi y esto fuera un partido de fútbol.

Y que conste, esta clase de bobadas es casi igual de común en los medios americanos como en los españoles. El periodismo político tiene estas cosas.


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